Somos expertos opinólogos. De todo sabemos y de todo podemos hablar, opinar, teorizar. Es increíble cómo casi nos recibimos de todas las profesiones habidas y por haber. Para ser médicos sólo nos faltan 6 años, para ser abogados sólo nos faltan 5 años, para ser arquitectos solo nos faltan unos 7 años, más o menos. Pero no hemos cursado una sola materia de ninguna de esas profesiones y, sin embargo, hablamos como futuros “no” médicos, “no” abogados y “no" arquitectos. Podemos pararnos frente a un edificio y decir si está bien o mal sostenido, podemos recomendar a un amigo que tome un remedio “x” para su dolor “y” y podemos decidir si una resolución judicial es correcta o incorrecta, en función de nuestro total desconocimiento, porque hoy en día cualquiera opina de cualquier cosa.
Últimamente la gente que opina de todo a mí me da urticaria. No existe el “cuidado” por lo que se dice; cualquiera puede salir a hablar de cualquier cosa y sentirse dueño y señor de una verdad tan cierta como que yo tengo buen humor por las mañanas.
Casualmente, el fin de semana me tocó juntarme con un grupo de amigas de la vida y no pude evitar callar a mi genio. Me contenía y me contenía y me contenía; hasta que estallé y tuve que salir a exponerme y convertirme en el objeto de las risas ajenas. Era obvio que esa iba a ser la consecuencia inevitable de abrir mi bocota, pero juro que no pude dejarlo pasar.
Sucede que en la reunión, como en cualquier reunión en la que participa cualquiera con un grupo de amigos, surgieron toda clase de temas y sobre todos se hablaba sin ningún tipo de reparo. Había opiniones para cualquier tópico, de cualquier carácter y sin ningún criterio. Las opiniones a veces se convierten en juicios de valor y allí es donde yo pongo de manifiesto mi disconformidad con la opinión desmedida de cualquier ser humano que se crea con derecho a juzgar a quien no conoce, sobre lo que no conoce. Y allí es donde pido que se me explique el porqué de los juicios de valor y la fuente de la información.
Para que se entienda la conversación que me llevó a escribir esto, en la reunión con mis amigas se tocaron varios temas. Pasaron por nuestra mesa desde la política hasta el sexo. Y cuando tocamos algunos casos de la actualidad, una de las presentes habló de una causa judicial con tanto “supuesto” conocimiento como si hubiera sido ella misma quien estuvo en el lugar del hecho, en el momento en que sucedió. Cuando pedí que revelara sus fuentes de sabias conjeturas, surgió lo imaginado: “una familia amiga de una amiga le contó a un amigo que…”.
Podría haberme quedado callada. Podría haber previsto que si seguía con una discusión que no llegaría a ningún lugar, todas las consecuencias nefastas de esa charla recaerían sobre mí. Pero sentí un impulso interno que pudo más que lo que mi lado ‘inteligente’ me susurraba. Y ese impulso me llevó a contestar que un amigo de una amiga de una familia amiga puede saber tan poco como mi interlocutora de esa noche y que sería positivo para nuestro país y para la humanidad entera, que al tocar ciertos temas tuviéramos cuidado de realizar tan libremente los juicios de valor que no nos llevan a ningún lugar feliz.
Lo que intentaba era dar un mensaje claro de lo harta que estoy de escuchar cómo todo el mundo opina sin conocimiento de causa respecto de cualquier cosa. Pero quedé como una intolerante que pretende que todos seamos eruditos en cualquier materia. Y me comí la cargada el resto de la noche, porque cada vez que alguna opinaba de algo, lo hacía con una introducción dirigida hacia mi persona, que intentaba dejar en claro que yo no debía tomarme a mal lo que se expresara a continuación.
Bien, por lo pronto intento no ser una opinóloga más en este país de expertos en hablar huevadas. Por lo pronto intentaré diferenciarme y expresar, con altura, que no puedo emitir un juicio de valor sobre aquellos temas que no conozco o sobre aquellas cuestiones de las que no estoy informada más que por los programas de televisión.
Y seguiré haciendo fuerza para impedir que mis impulsos me lleven al lugar en el que seré el centro de las burlas y los juicios ajenos, para no convertirme en un personaje más de la cotidianeidad ajena.
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