Por fin me tocó a mí hacer un viaje de trabajo. Es algo con lo que siempre soñé, tener un trabajo que me permitiera de una forma u otra, viajar. Surgió hace un par de meses y hasta el día anterior a mi partida crucé los dedos para ser la única representante de la empresa. No fuera cuestión de tener que replantearme socializar a último momento...
Por suerte, llegó el día y ningún contratiempo se hizo propio. Vi la gente amontonada en el Aeroparque como consecuencia de cancelaciones varias por motivos varios, mientras mi vuelo se anunciaba a horario. No solo gocé de ese privilegio, sino que además no tuve que compartir el asiento con pasajero alguno. Al lado de mi asiento iba la caja de snacks que me habían entregado como refrigerio. Me sentía Tom Hanks con Wilson en la película “Náufrago”. No suelo atribuirle mi fortuna a los astros, ni a los dioses, ni a ninguna obra de bien previa de mi parte. Así es que, demasiada fortuna podía deberse a que “alguna vez me tiene que tocar a mí” o a que el avión explotaría en el aire. Y aquí estoy, se ve que alguna vez me tenía que tocar.
Siempre, pero especialmente cuando viajo, no solo no me gusta gastar dinero en cuestiones innecesarias, sino que además me gusta mezclarme con los pobladores del lugar al que voy y, de alguna manera, sentirme parte. Solo que a veces no reparo en detalles que luego, vistos en perspectiva, me hacen sentir una pelotuda.
Llegué al aeropuerto de la ciudad de mi destino y decidí que no quería gastar dinero en un taxi. Así es que aguardé a que pasara el colectivo de línea y lo tomé. Llevaba una valija pequeña, pero que me vendía como viajante y una hermosa cartera de un tamaño considerable y, por si me perdía, de color fuxia y amarillo. También llevaba puestos mis anteojos de sol gigantes, con lo que me sentía Carrie Bradshaw en el Bronx, solo que en los barrios marginales por los que transitaba el colectivo de línea, nadie hablaba inglés. Una boluda, debí haber previsto que me iba a sentir muy desubicada y muy observada.
Luego de preguntarle varias veces al chofer por la calle en la que se encontraba mi hotel, finalmente llegué al centro de la ciudad.
De allí en más, experimenté la soledad. Pero no la soledad que suelo anhelar, sino una soledad muy solitaria, muy fea. Desde que salí del hotel en el que me había instalado en pleno mediodía, hasta que volví bien entrada la noche, no crucé una sola palabra con nadie.
Esa falta total de palabras emergentes de mi boca, generó una multiplicación insólita y enfermiza de pensamientos y diálogos internos. Es difícil manejar la soledad y la antisociabilidad. Y mi estadía recién había empezado.
3 comentarios:
Confieso que lo hice mal - lo hice al revés. Leí este de segundo y no de primero, como indicaste hacerlo. Vamos a culpar a mi BlackBerry por no saber mandarme al link correcto en el orden correcto. Y, por qué no, a mi habilidad para NO seguir instrucciones. Te confieso que quedé triste con el silencio que describes, porque (antes de poder hablar el idioma nacional) pasarían en realidad horas y horas antes de que pudiera abrir la boca para hacer sonidos. Y cuando po fin se habla luego de mucho tiempo de silencio, la boca sabe raro. No crees?
Mmmm, mal, mal. La idea de la instrucción era que se entendiera la terrible necesidad de hablar que eventualmente iba a tener.
No es tristeza lo que yo he sentido, sí un inmenso vacío y lo he vivido como tú, en un país en el que hablaban otro idioma que no terminaba de asimilar (hace unos años) y creí que iba a enloquecer. Hasta que finalmente abría la boca y mi voz me llegó a sonar extraña. Sí, un inmenso vacío.
Pero bueno, a quién estamos engañando... si nos encanta oírnos hablar a nosotras mismas! ja ja!! El momento de introspección es interesante. Pero el momento de explosión es fascinante!
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