Ayer, camino a mi clase de yoga, (porque yo también hago cosas cool y de moda, pero las hago desde antes de que se pusieran de moda y si hubiera sabido que se iban a poner de moda, ni me molestaba en empezar) tropecé con un episodio que podría ser revelador o auspicioso.
Bajé del colectivo a los zarpazos, como suele suceder a la hora en la que todo el mundo sale de sus trabajos. La gente va en el colectivo amontonada, malhumorada y olorosa. Yo no soy la excepción en las dos primeras cuestiones. Pero siempre perfumadita, como corresponde.
Caminé una cuadra por la avenida, tranquila en el andar y muy cansada por falta de sueño acumulada. Algún día voy a ordenar mi vida así como ordeno cajones y placares y voy a dormir, al menos, 7 horas y media de un tiro. Al llegar a la esquina doblé a la derecha y casi a mitad de cuadra había un jardín de infantes.
Los jardines de infantes -que últimamente de jardines no tienen nada porque son cuadrados de cemento con un infaltable televisor salvador de maestras- parecen tener el mismo horario que las oficinas. Con lo cual no pude evitar la salida de muchos niñitos que gritaban y correteaban en busca de sus madres.
Y he allí la revelación: si tengo un hijo, no solo voy a tener que bancarme 9 meses de incomodidad absoluta y de miles de personas conocidas y desconocidas intentando tocar MI panza. También voy a tener que acostumbrarme a ver un elefante en el espejo, a estar vestida siempre con la misma ropa gigante, a dormir incómoda (más aún) y a varias cosas más. En mi afán de buscar algo, lo que sea, que conmueva mi alma y me permita imaginarme con un crio en brazos en algún futuro, el destino no deja de darme pistas en contrario. Por eso, no puedo leer los eventos como positivos y auspiciosos. Si tengo hijos, voy a tener que soportar a las madres de los compañeritos de cualquier actividad que mis hijos emprendan. ¡Oh, por Dios! Solo por eso estoy dispuesta a desistir de la idea de la maternidad para siempre. Va a haber muchíiiiisimas madres como mi compañera de oficina, muchísiiiimas al estilo “conductora de programa diario que repasa lo que se bailó en otro programa la noche anterior y que también conduce concurso de canto y que me enerva en su forma pelotuda de hablar”. Eso, sobre todo, va a estar lleno de pelotudas que hablan constantemente en diminutivo, como si sus hijos y sus amiguitos y las familias de estos últimos no pudieran entender un diálogo normal, en el que los adultos hablamos como adultos y los niños como niños.
Va a estar lleno de mujeres que quieran meterse en mi vida, en la forma en la que decido criar a mis hijos, en lo que les doy de comer y, peor, lo que no les voy a dar de comer. En el partido político de la madre y el padre, en todos los NO que van a reinar en la casa en la que las reglas las voy a poner YO.
Por ejemplo, en este momento mi compañera habla sola de su “cuchuchú”, como si la insoportable de su hija fuera un peluche. ¿Para qué sorete le pusiste nombre si le vas a llamar de esa manera espantosa? ¿Cómo hago para no mandar a la reverenda mierda a una madre como ésta el día de mañana? Tener un hijo para verlo los fines de semana en la cárcel no es lo más copado para el niñito.
Me lo imagino como una pesadilla dentro de una pesadilla. Imposible, no hay manera. Prefiero lidiar con el veterinario analizándome en función de las dolencias y problemas que tenga mi gato, total el animal no habla, no puede contar nada de lo que pasa puertas adentro, no puede quejarse de la comida que le doy y de las veces en que no dejo que salga al patio. Un par de gatitos más cuando me mude a un nuevo hogar y ‘to another thing buterfly’.
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