No me pude dormir. El domingo transcurrió muy tranquilo. Pero yo estaba cansada desde el momento en que me desperté. Intenté levantarme, pero sentía una pesadez impresionante. Igual me levanté. Me gustó la complicidad con la que, junto a mi media naranja, logramos vulnerar algunos códigos del desayuno. Fue gracioso vernos a los dos intercambiando miradas y tomando rápidamente él de mi pan y yo de su galleta, para que nadie se percatara de mis caprichos. Pasó el día y mi cuerpo seguía pidiéndome que tomara una siesta. Debíamos volver a casa y, antes de poder siquiera pensar en la posibilidad de dormir, nos esperaban dos horas de viaje. Finalmente fue una hora y media. Cuando llegamos yo estaba muerta de hambre, así que me preparé un café y me fui a la cama. Luego de varios cambios de canal, logré quedarme dormida. Me desperté casi a la hora de cenar y él seguía entretenido en sus cosas.
Me levanté, otra vez cansada y con el cuerpo pidiéndome a gritos que me quedara en la cama. Me costó sentirme despierta. Preparé la cena y el almuerzo de lunes y martes y nos sentamos a cenar. Luego hice café, lavé los platos para no quitarle tiempo a lo que él estaba haciendo -se lo veía entretenido y contento- y me quedé un rato mirando televisión. A las 11 de la noche me fui a la cama. Ahora sí podía dedicarme al descanso sin interrupciones, a dormir plácidamente en la cama calentita, a disfrutar de la compañía y a cruzar pies entre las sábanas.
Solo que nada de eso fue posible. Era la 1.30 am y yo seguía haciendo fuerza para quedarme mágicamente dormida. Desde el mismo momento en que apagamos las luces, supe que algo andaba mal. Mi cabeza comenzó a intentar recordar el nombre de un actor. ¿Cómo se llamaba? Todas las combinaciones eran posibles. Pero si acababa de verlo, de escuchar su nombre, ¿cómo era posible que no lo recordara? Juan, Juan Carlos, Luis, Antonio. Ninguno me sonaba y no iba a poder dormirme sin saber el nombre de ese actor. Me repetía el apellido y el nombre no salía.
Me di vuelta, pensé en despertarlo a él, que dormía como un bebé, pero supuse que en lugar del nombre iba a obtener una puteada. Pensá, pensá, lo sabés, es cuestión de tiempo. No quería mirar el reloj porque me condiciona sobremanera la cantidad de horas que me quedan hasta que suene el despertador. Roberto, no, es nombre de un hombre más grande. Y si me acuerdo cómo le dicen, me acordaré del nombre. Nada, una laguna en la cabeza. Necesitaba recordarlo y hacerlo rápido para poder empezar a dormir. Ahora que lo pienso, si hubiera prendido el televisor, hubiera solucionado el tema. No lo pensé en ese momento porque estaba muy ocupada pensando en el nombre olvidado. En eso pienso en otra persona y surge “Guillermo”. Sí, se llama Guillermo, qué bueno que me acordé!
Pero no me duermo. Doy una, dos, cinco vueltas y no me duermo. Y llega la temida puteada producto de tanto movimiento en la cama. Y le digo “no me puedo dormir, vos estás dormido?” (pregunta pelotuda si la hay) y oh!, respuesta más pelotuda: “sí…” Y luego agrega, “tomá un vaso de leche” y yo “ni en pedo” y él “lee algo” y yo “ni en pedo”.
Vuelvo a darme vuelta y no sé por qué, me acuerdo de mi abuela. Y empiezo a recorrer su casa en mi cabeza y como mi gata no deja de acomodarse arriba mio, recuerdo a sus gatas. Una murió casi con ella, de tristeza. Y la otra… la otra ¿cómo se llamaba? La puta madre, ¿otra vez?? No, otra vez no, peor ahora. Porque el nombre de una persona es más o menos susceptible de ser adivinado, pero ¿y el de un gato? No había caso, me salía el nombre de la gata que murió, del perro, de la perra que adoptaron, de los gatos que tuvieron antes, de los gatos del resto de mi familia y esa gata ¿cómo mierda se llamaba?
Me rompí la cabeza. Era de suma importancia acordarme de ese nombre. Paseé por todos los rincones de la casa de mi abuela, la recordé cocinando, leyendo, durmiendo, limpiando. Y la gata pasaba por mi cara como invitándome a correrla y cagarla a palos. ¿Cómo te llamas, gata de mierda?
Fui al baño, con los ojos cerrados para no desvelarme más de lo que ya estaba. Sí, una pelotudez pensar en que uno puede estar más despierto aun que cuando está completamente desvelado. Volví a la cama de espaldas, para no ver los números rojos del reloj despertador y enterarme de qué poco tiempo quedaba para el desayuno. Me entre dormí y en sueños escuché a mi abuela gritar su nombre “Crazy”. Y me desperté. Sí, la gata se llamaba Crazy. El problema entonces fue que no supe qué pasó con Crazy. ¿Se murió? ¿Se fue a vivir a otra casa? ¿La abandonaron?
Y ahí empezó la rueda de nuevo. Me enteré alrededor de las 11 de la mañana cuál fue la suerte de Crazy. Y “enterarme” es una forma de decir, porque le pregunté a mi hermana y ella supone algo que ninguna de las dos puede asegurar.
Así que el despertador sonó entre que recordaba el nombre de la gata y me preguntaba qué habrá sido de ella. Y estoy intentando sobrevivir a un malhumor insoportable, a sabiendas de que esta noche, al cerrar los ojos, puedo llegar a convertirme nuevamente en una víctima de mi olvido.
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