No quiero volver. Estoy acá hace más de una semana y todavía no quiero volver. No puedo volver.
Me duele darme cuenta de que allí están todos los personajes de la historia de mi vida, impávidos, con sus garras, esperando ansiosos para romperme bien las pelotas.
Los siento como un susurro sudoroso y maloliente en la nuca. La llegada a la oficina fue agradable. Nadie me habló, nadie me preguntó cómo había estado mi viaje. Quizá por eso no concilio el sueño desde entonces. De allí en más, me sentí con la libertad de no prestar atención a quienes se dirijan a mí en la búsqueda de un motivo de conversación. Me dediqué a responder cosas como “nada podría importarme menos en la vida” ante ‘cuentos’ que me contaron para tantear mi humor y mis ganas. También hice uso del “calmate y háblame bien” y de a poco todo se va ubicando en su lugar.
A pesar de que la rutina mata hasta al ser más rutinario, estoy intentando no volver a ella, pero patino y suelo caer al promediar la tarde. Como muchos que intentamos renovarnos al volver de un viaje, he tirado muchas cosas que hacía años reposaban en algún estante de algún mueble de la casa. He cambiado cosas de lugar y estoy empezando a “depurar” ropa ponible de ropa no ponible, en vistas de que el cuerpo se va asentando con el correr de los años y el pantalón talle 0 que me entraba a los 20 años, ya queda en el destierro.
Me he propuesto dejar los gritos y las discusiones buenas para nada de lado, pero he rozado algunas veces esos lugares comunes que me llevan directo a la rutina de mierda.
De a poco, como me digo siempre. De a poco iré reinsertándome en la realidad. De a poco iré armándome para afrontar las pelotudeces por venir. De a poco iré despertando a la ironía que me salva de matar y de morir, en este mundo de gente tan cuadrada y tan llena de ganas de romperme las pelotas.
Esto solo quiere ser un aviso de “aquí estoy, he vuelto, ya volveré”. Feliz comienzo para todos. Que los dragones nos acompañen este año.
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