Buenos días y bienvenidos a la ironía que le pongo al día a día, para que pese menos...

martes, 31 de enero de 2012

Escenas de mi vida cotidiana

Toco timbre y me atiende la encargada del edificio. Me equivoqué de timbre. Toco el timbre correcto. Salen dos chicas y tocan el timbre del lugar del que salen -supongo- y saludan a través del portero eléctrico y dicen “gracias”. Nadie atiende. Vuelvo a tocar y un hombre responde “sí, ¿quién es?”. Y yo respondo que vengo a ver a mi psicóloga. No digo “vengo a ver a mi psicóloga”, sino que digo su nombre, que preservo en la intimidad. Pero vos ponele el nombre que quieras.
Viajé 30 minutos en subte en hora pico, así es que me chorrea agua por donde se me mire. Empecé el viaje leyendo, pero me cansé en la mitad y cerré el libro y me dediqué a pensar de qué iba a hablar en mi sesión. Cuando bajo del subte discuto 1 minuto y medio conmigo misma respecto de la escalera por la que debo salir a la calle. Si lo hago por la escalera de la derecha, voy directo al consultorio. Faltan 5 minutos. Si lo hago por la escalera de la izquierda salgo a la zapatería y tengo ganas de ver las liquidaciones, pero no voy a comprar nada. Entonces ¿hasta qué punto me conviene salir por la escalera de la izquierda? Por otro lado, siempre salgo por la escalera de la derecha, alguna vez podría cambiar…
Está bien, salgo por la escalera de la izquierda. En la esquina hay un señor vendiendo frutas muy ricas a muy buen precio. Pero no voy a aparecer en terapia con un melón y media sandía.
Desde que salí de la oficina, necesito pasar por el toilette. Quizá cuando llegue al consultorio, lo utilice. Paso por la zapatería, hay cosas lindas pero no voy a comprar nada. Cruzo la calle y veo un kiosco. Tengo hambre, bastante. Empecé a desintoxicar mi cuerpo esta mañana y la comida ha sido escasa. No vale la pena intoxicarlo. Sin embargo, podría comprar unos caramelos. Pregunto por caramelos ácidos, el pibe antipático que atiende, sin mirarme, me dice “no hay”. Consulto si tiene algún caramelo y me dice “ahí adelante”. Un amor el pibe, una dulzura y dedicación al trabajo. Elijo unos que veo con forma de gajo de fruta y compro 10. Inmediatamente después de pagar, salgo casi corriendo para alcanzar el semáforo verde, pero cambia justo. Ok, de haber llegado temprano paso a llegar tarde. No está mal, siempre llego 10 minutos antes.
Y llego al momento en que toco el timbre y nadie atiende. Ya estoy comiendo un caramelo. Qué ricos son. Lo muerdo. Me arrepiento, podría costarme una muela. Finalmente atiende el señor que cité al principio. Paso. Subo un piso por escalera y toco el timbre. Nada, nadie atiende. De pronto escucho que la puerta de la calle se abre y una mujer entra cantando. Es ella, ese cantar tiene su tono de voz. Me da vergüenza, quiero hacer algún tipo de ruido para que ella sepa que estoy arriba y pare de cantar, pero no se me ocurre nada. Quiero ir al toilette, carajo. No voy a aguantar, me voy a hacer pis encima. Ella sube y yo me hago la distraída y no me doy vuelta hasta el momento en que  llega a la puerta.
Evidentemente quien me abrió la puerta no era una persona que se encontraba en el consultorio. Cuando ella abre la puerta, el consultorio está vacío y a oscuras. Como intentando disculparme, expreso: “ah, entonces no me abrieron de acá” y ella contesta “no” y yo me quedo recontra incómoda, como si hubiera entrado por la fuerza o engañando a alguien para que me abriera.
¿Y dónde está el pelotudo que le abre la puerta a cualquiera por el solo hecho de decir un nombre?
Me quedo en la sala de espera, como siempre, hasta que  ella venga y me diga “adelante”. Y chequeo que el celular esté en silencio y preparo el dinero que voy a abonar al final de la sesión y me topo con la bolsa de caramelos adentro de mi cartera. Dudo. Quiero comer otro caramelo. Pero y ¿si justo viene? Meto la mano en la cartera. Si lo desenvuelvo justo cuando ella abre la puerta, ¿qué hago? ¿le convido? Escucho pasos y saco la mano de la cartera. Me quedo quieta, casi congelada. No viene. Meto la mano de nuevo. Veo un caramelo de limón. Cualquiera es igual, el tema es quitarle el envoltorio y comerlo. Escucho pasos nuevamente. Saco el celular y disimulo ante nadie, porque estoy sola.
Bueno, basta! Se acabó, sacá el caramelo y déjate de joder. Sí, claro, ¿qué tiene de malo comer un caramelo? Si justo viene, me lo meto en la boca y paso y se acabó, ¿cuál es el problema?
Meto la mano en la cartera, saco el caramelo y escucho pasos. Puta madre. Meto el caramelo en la bolsa. Se abre la puerta y escucho “adelante”.
Si no hubiera perdido tanto tiempo pelotudeando e imaginándome pasos que no existieron, me hubiera comido la bolsa entera. Al toilette no fui, con tanta tarea de disimular la nada misma, me olvidé de las ganas de hacer pis. Qué mina pelotuda. ¿Existe alguien más que haya pensado tanto antes de comer un caramelo?

miércoles, 25 de enero de 2012

Mayday, Mayday, Mayday!

No quiero volver. Estoy acá hace más de una semana y todavía no quiero volver. No puedo volver.
Me duele darme cuenta de que allí están todos los personajes de la historia de mi vida, impávidos, con sus garras, esperando ansiosos para romperme bien las pelotas.
Los siento como un susurro sudoroso y maloliente en la nuca. La llegada a la oficina fue agradable. Nadie me habló, nadie me preguntó cómo había estado mi viaje. Quizá por eso no concilio el sueño desde entonces. De allí en más, me sentí con la libertad de no prestar atención a quienes se dirijan a mí en la búsqueda de un motivo de conversación. Me dediqué a responder cosas como “nada podría importarme menos en la vida” ante ‘cuentos’ que me contaron para tantear mi humor y mis ganas. También hice uso del “calmate y háblame bien” y de a poco todo se va ubicando en su lugar.
A pesar de que la rutina mata hasta al ser más rutinario, estoy intentando no volver a ella, pero patino y suelo caer al promediar la tarde. Como muchos que intentamos renovarnos al volver de un viaje, he tirado muchas cosas que hacía años reposaban en algún estante de algún mueble de la casa. He cambiado cosas de lugar y estoy empezando a “depurar” ropa ponible de ropa no ponible, en vistas de que el cuerpo se va asentando con el correr de los años y el pantalón talle 0 que me entraba a los 20 años, ya queda en el destierro.
Me he propuesto dejar los gritos y las discusiones buenas para nada de lado, pero he rozado algunas veces esos lugares comunes que me llevan directo a la rutina de mierda.
De a poco, como me digo siempre. De a poco iré reinsertándome en la realidad. De a poco iré armándome para afrontar las pelotudeces por venir. De a poco iré despertando a la ironía que me salva de matar y de morir, en este mundo de gente tan cuadrada y tan llena de ganas de romperme las pelotas.
Esto solo quiere ser un aviso de “aquí estoy, he vuelto, ya volveré”. Feliz comienzo para todos. Que los dragones nos acompañen este año.

viernes, 6 de enero de 2012

Comienzo que es final.

Para empezar el año ¡con todo!, a uno de mis compañeros de trabajo -falso como billete de 3 pesos argentinos- se le ocurrió organizar un almuerzo.
Mi alegría era inmensa, no veía la hora de acudir a un encuentro espontáneo entre la gente con la que me veo 9 hs diarias de las 14 hs que estoy despierta. Todo un lujo digno de la envidia del universo entero.
Como si tanta buena suerte no fuera suficiente, ese día una de mis compañeras tuvo su acostumbrado percance con su niña y, como quienes tienen hijos tienen beneficios, se retiró sin más de la oficina, sin la mínima intención de volver al mediodía para participar del ágape.
Cuando se acercó la hora de sentarnos a degustar algún plato excesivamente caro en un lugar elegido por un pobre tipo que lo único que tiene es plata, todos tenían algún compromiso que los retrasaba.
Yo, para marcar una vez más la diferencia, no tenía absolutamente nada que hacer más que esperar a que el resto de los asistentes estuviera disponible. Así fue como el almuerzo se atrasó una hora y finalmente participamos 3 personas, de las cuales 1 era yo y las otras dos son personas a las que no soporto más de medio minuto y con las que no quisiera cruzarme nunca más.
Con lo cual, el almuerzo fue una tortura china que pareció eterna. Comenzó con un diálogo entre los dos asistentes relacionado con las vacaciones. Se sacaron los ojos en el intento de ver quién había viajado a más lugares y más lejos. Luego siguieron hablando de la empresa, de sus compañeros, de “la vieja” (en alusión a su jefa) y de lo mal que trabaja todo el mundo. Ellos, está de más la aclaración, son los que mejor trabajan pero no están dadas las condiciones para que lo hagan en la empresa a la que pertenecen, con lo cual nadie puede darse cuenta de sus capacidades.
Siguieron haciendo sus críticas a los psicólogos, alegando que los psiquiatras (¿?) habían pasado por la vida de sus familiares (nunca de ellos) para complicarles las vida. Agregaron que estos profesionales estudian únicamente para solucionar sus locuras y luego lucran con los demás.
Más tarde abordaron el tema de los hijos, donde yo quedo completamente al margen y gracias a Dios no tengo que inventar caras para evitar hacer el mínimo comentario. Se aconsejaron y se criticaron en sus tácticas y estrategias parentales.
Finalmente se encargaron de poner su arsenal de frases discriminatorias sobre la mesa y hacer un potpurrí con sus prejuicios, para finalizar con un par de consejos mutuos de cómo se supone que se debe vivir la vida.
No dejaron de mirar con asco a un niño que pasó por la mesa pidiendo pan ni a una señora que vendía curitas.
Durante esas dos horas, me dediqué a intentar esconder mis sentimientos de odio y rechazo detrás de caras de “yo no fui” o de “qué tonta soy que no entiendo” o de “me perdí, ¿de qué hablan?” como única alternativa a la masacre que hubiera provocado si reaccionaba. Tuve miedo de ser descubierta, pero años de teatro me dieron una mano para salir ilesa de la situación.
Fue un placer haber asistido al último almuerzo de trabajo del que participaré jamás. La comida me la podría haber preparado yo en casa. Mis compañeros con excusas pasaron por la guillotina de los asistentes, lo que no garantiza que yo no pase tarde o temprano por ahí, a pesar de haber asistido sin más.
Así es que a partir de ahora me dedicaré a tener turnos médicos de último momento, llamados de auxilio de algún familiar y/o mucho trabajo como para salir a comer.
Por suerte, en unas horas me voy de vacaciones y no tendré que verles la cara a esta manga de infelices hijos de puta, al menos por una semana.